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“Estás muy callada hoy”, de Ana Navajas, es un libro sobre pérdidas. También sobre mandatos, con personajes entrañables y la recuperación de la historia de una familia con sus luces y sombras, como cualquiera.
En el libro, Ana repasa la relación con sus distintos vínculos, atravesada por la muerte de su mamá. Madre de hijo e hijas está conforme con su rol familiar. Lucia Berlin dice en uno de sus cuentos: mis hijos me caen bien. Me pongo contenta cuando leo la frase. A mí me caen bien los míos. Me parecen graciosos, originales y lo suficientemente oscuros, reflexiona y se empeña en cargarse de ocupaciones.
Ana es crítica de su origen sin pesares económicos que no se corresponde con ciertas carencias afectivas. En mi familia hay un desdén genético por la búsqueda de la felicidad. Algo en nuestro núcleo originario está fallado. Tenemos insatisfacción garantizada. Totona, mi abuela materna, cuando veía a cualquiera de sus nietos reírse decía: está contento, pobre infeliz. Como si cualquier estado de plenitud se correspondiera con una fase inferior del desarrollo. Tal vez tenga razón Rosa y seamos una familia de mierda, una vereda de baldosas sueltas después de un día de lluvia. Cuando pisamos en el lugar equivocado nuestras palabras salpican como gotas de agua sucia, inesperadas, asquerosas.
Redactora publicitaria, la protagonista es reservada y por eso escribe. Y cuando lo hace, desliza opiniones que arrinconan al lector. La semana pasada estuve siete días en cama con gripe y gastritis viral. Siete días en los que me sentí tan mal que no leí ni un libro ni miré una serie. Miré el techo y el piso, según la posición que me dictara el dolor sordo y constante que sentía en la boca del estómago y que irradiaba desde ahí a la garganta, hasta los ojos. Lloré. Lloré pero no vomité ni una sola vez. No sé vomitar. Es mi maldición: si me dan acero, proceso acero. A cualquier precio, a costa de mí misma. Creo que por eso soy buena en las crisis; imposible que las rechace. Tengo hormigón en la garganta, no hay salida de emergencia. Tal vez sea por eso que escribo.
La obra pone de relieve los distintos mandatos sociales y los interpela para interpelarse a sí misma. En mi familia circula una frase machista que a mi hermana machista le encanta, y dice así: las mujeres pueden ser lápida o pedestal de sus maridos. Mamá era sin duda del segundo grupo pero ahora se sumó al primero: ese pedestal se convirtió en la lápida que corona su tumba, dejando a papá pequeño, mucho más pequeño de lo que creíamos.
Paulatinamente, la protagonista va descubriéndose, aferrada a Pedro, su hijo mejor que parece ser quien mejor la conoce. Pedro me dijo: mamá, tenés un perro, un pez y tres hijos. Cinco mascotas en total, contando los hijos. Me dejó pensando. Más tarde busqué la definición de mascota. Amuleto. Estatuilla. Idolillo. Figura. Y recién, por último, animal. La sabiduría de Pedro me inquieta. Pedro sabe que mis hijos me salvaron. Él dice que no va a tener hijos. Que va a vivir para siempre conmigo. Yo creo que sí va a tener hijos y que va a ser un buen cuidador.
Ana suma y sigue, a pesar de “haber sido hecha para tener casa, perro, hijos” y una aparente felicidad. Y en ese sumar hace palpable su soledad. Sigo teniendo alguien que depende de mí. Y eso es exactamente lo que quiero que cambie. Quiero enfrentar la soledad, quiero que esa soledad que hace tiempo siento como un hueco ardiente a veces, y otras como un espacio en blanco, se manifieste en la realidad con crudeza, sin artificios, sin excusas.
Mientras tanto, la vida continúa su curso. A cinco años de la muerte de su mamá, todo sigue igual en la casa familiar. Su ropero sigue intacto. También su mesa de luz y el tocador con cremas, maquillaje y perfumes. Cuando necesito una lima de uñas, por ejemplo, sé dónde encontrarla. Papá nos pide por favor que vaciemos todo, que nos repartamos sus cosas, pero con mis hermanas le decimos sí sí y al final nunca nos organizamos. No sé qué piensan mis hermanas. A mí me gusta así, prefiero que mamá no desaparezca.
Quizás por ello, regresa a su casa de vez en cuando y entabla un diálogo demorado con las ausencias: … abro ropero de mi mamá y saco dos pañuelos para ponerme; me duele la garganta. Reviso casi todos los cajones antes de abrir el de los pañuelos, aunque después de cinco años todo quedó igual: el de las medias, el de los corpiños, el de los camisones, el de las bufandas, el de los pañuelos de seda. Los reviso con la misma ansiedad de la infancia, pero cada vez tienen menos sorpresas. Agarro dos. Me pongo uno y al otro lo doblo y lo pongo en el bolsillo interno de mi campera. A ese lo robo, no pienso avisarle a nadie. Al otro no, solo me lo pongo, está a la vista de todos y a partir de ahora también es mío, como el otro que robé. Creo que los roperos de mamá se van a ir vaciando así, de a poco, a medida que vayamos necesitando sus cosas.
Por suerte, para aliviar la pena, está su hijo menor: ¿Te estás sacando espinas de los ojos?, me preguntó Pedro cuando me vio con la pinza de cejas frente al espejo. A mí me parece que Pedro es poeta. Cuando le pregunto qué quiere ser cuando sea grande me contesta vagabundo. Así que tal vez sea poeta.
De poca paciencia, respuestas despiadadas y mal carácter, Ana mira la vida desde un segundo plano: …para mirar es imprescindible estar unos pasitos más lejos. Es un alivio cuando los que me rodean no lo objetan. Todo en los segundos planos me interesa más. Elena me dice que hago cosas que no son de madre. No sé exactamente cuáles son. Que no la dejo ganar en los juegos de mesa. Que a veces le digo que no haga la tarea. Que me río cuando Pedro le dice tetona. O cuando le dice tetona a Rosa. Que compito con mi marido por el amor del perro delante de ellos. Yo creo que Elena está demasiado pendiente de mis opiniones. Tengo que tener cuidado. Mis opiniones están desajustadas con el concepto de felicidad común y corriente… Todo lo que digo, me dicen o escucho para mí también quiere decir otra cosa que para el resto. Siempre encuentro metáforas, huellas, sentidos. Como Pedro, vivo en un mundo de palabras poderosas.
Novela de coletazos, de palabras poderosas que son el aliento para continuar cuando se pierden seres queridos, “Estás muy callada hoy”, es un libro ineludible. “Cómo voy a estar triste si lo tengo todo”, reflexiona Ana, en el instante en que caen las máscaras y somos más débiles. Parecés más joven, me dicen siempre. Tal vez es porque voy despacio, tardo, soy lenta. A mí nada de antes me gusta más que ahora y lo que le sigue y lo que viene después. No tengo paraíso perdido, no tengo a dónde volver, pero tengo un secreto: una cabeza llena de canas, un pelo blanco que me tiño cada catorce días. Soy vanidosa. También con el tiempo. Lo provoco, me delineo los ojos. La máscara de pestañas a prueba de agua nunca funciona. No funciona ninguna máscara.
Y quizás, donde no funciona ninguna máscara, aparece la escritura. Y Pedro, por supuesto. Le volvió la costumbre de agarrarme la mano mientras estamos comiendo, de apoyarse en mis piernas cuando me agacho, de interponerse mientras camino, y cuando le digo ay, Pedro, correte, me dice: es que te quiero.
Horacio Beascochea