Tsukiko vive sola. Se acerca a los cuarenta años y piensa que no encontrará el amor. Pasa sus días trabajando y bebiendo sake en sus horas libres. Un día se encuentra en una taberna con Harutsuna Matsumoto, su profesor de japonés en la secundaria.
El maestro le dobla la edad y también es aficionado al sake. Vive enredado en el recuerdo de su mujer, que lo abandonó hace años. “Aquella noche bebimos cinco botellas de sake entre los dos. Pagó él. Otro día, volvimos a encontrarnos en la misma taberna y pagué yo. A partir del tercer día, pedíamos cuentas separadas y cada uno pagaba lo suyo. Desde entonces lo hicimos así. Supongo que no perdimos el contacto porque teníamos demasiadas cosas en común. No sólo nos gustaban los mismos aperitivos, sino que también estábamos de acuerdo en la distancia que dos personas deben mantener. Nos separaban unos treinta años, pero con él me sentía más a gusto que con algunos amigos de mi edad”. Así se inicia El cielo es azul, la tierra blanca, de la escritora japonesa Hiromi Kawakami.
La relación entre Tsukiko y el maestro crece entre botellas de sake y cerveza, comidas compartidas y encuentros esporádicos. “Intenté recordar cuándo el maestro y yo empezamos a hacernos amigos. Al principio era sólo un conocido, un anciano que había sido mi profesor en el instituto. Aparte de las escasas palabras que intercambiábamos, apenas me fijaba en él. Era una vaga presencia que bebía en silencio en la barra, sentado a mi lado. Lo único que me llamó la atención desde el primer momento fue su voz. No era muy grave, pero tenía un matiz profundo y vibrante. Al oír aquella voz, me fijé en el hombre del que procedía. En algún momento, más adelante, al sentarme a su lado empecé a notar la calidez que desprendía. Su presencia dulce y afectuosa se filtraba a través de la tela de su camisa almidonada. Era caballeroso y tierno a la vez”.
Con el paso de las estaciones Tsukiko percibe sus sentimientos por Harutsuna y se debate contra ellos. Consciente de la diferencia de edad, deja de verlo por un tiempo. “Cuando tienes un gran amor, debes cuidarlo como si fuera una planta. Debes abonarlo y protegerlo de la nieve. Es muy importante tratarlo con esmero. Si el amor es pequeño, deja que se marchite hasta que muera. Mi tía abuela no se cansaba de recordarnos a todos su consejo, como si de un dogma se tratara. Según ese método, si no veía al maestro durante una temporada larga, lo que sentía por él acabaría marchitándose. Por eso hacía todo lo posible por evitar el encuentro”, señala en otro de los pasajes.
¿Pueden dos personas con edades tan disímiles enamorarse? La pregunta subyace en el texto y Kawakami y se responde con escenas muy cálidas:
—¿Creías que estaba muerto?
—Reconozco que he llegado a pensarlo.
Soltó una carcajada. Yo también reí, pero la risa se me quedó atascada en la garganta. Quería pedirle al maestro que no volviera a mencionar la muerte. Pero me habría respondido algo como: «La gente muere, Tsukiko. Además yo ya soy mayor, y tengo muchas más probabilidades de morir que tú. Es ley de vida».
La muerte siempre flotaba a nuestro alrededor.
—Entra. ¿Te apetece una taza de té? —me ofreció mientras se adentraba en la casa.
En la parte trasera de la camiseta también había una inscripción de «I ♥ NY», pero era más pequeña. Me quité los zapatos murmurando: «I love New York».
—Maestro, ¿por qué lleva un pijama en vez de un camisón? —le pregunté en un susurro mientras lo seguía por el pasillo.
Él se volvió.
—¿Tienes alguna queja sobre mi estilo, Tsukiko?
—En absoluto —le aseguré.
—Estupendo —dijo él.
En la casa reinaban el silencio y la humedad. En la sala había un futón extendido. El maestro preparó el té y lo sirvió despacio. Yo intenté beber a pequeños sorbos, para que me durara más.
—Maestro.
—Dime —me respondió, pero yo me quedé callada. Lo intenté un par de veces más, pero cada vez que me respondía guardaba silencio. No sabía qué decir.
Cuando hube terminado mi taza de té, me despedí.
—Que se mejore —le deseé educadamente desde el recibidor, inclinando la cabeza.
La novela es una delicada historia de amor, con una prosa sencilla y sostenida en sólidos pasajes: “Saqué el móvil del bolso y marqué el número del maestro. No sabía si llamarle al fijo o al móvil, pero tras unos instantes de vacilación me decanté por marcar el número de su móvil.
El maestro descolgó al cabo de seis tonos, pero no dijo nada. Permaneció en silencio durante unos diez segundos. No le gustaban los móviles porque la voz llegaba con un poco de retraso.
—No tengo nada en contra de los teléfonos móviles. Es muy interesante ver a un tipo hablando solo en voz alta delante de todo el mundo.
—Ya.
—Pero eso no significa que me guste utilizar esos aparatitos.
Ésa fue la conversación que mantuvimos cuando le aconsejé que se comprara un móvil. Al principio se negó en redondo, pero insistí tanto que no pudo rechazarlo (…) —Si le pasa algo me quedaré más tranquila —alegué.
El maestro abrió los ojos como platos.
—¿Qué va a pasarme? —replicó.
—Cualquier cosa.
—¿Por ejemplo?
—Supongamos que va usted andando por la calle con un par de bolsas en cada mano cuando, de repente, empieza a llover. No hay ninguna cabina telefónica cerca, el porche donde se ha resguardado de la lluvia está cada vez más abarrotado y tiene prisa por volver a casa.
—Si me encontrara en esa hipotética situación volvería a casa andando bajo la lluvia, Tsukiko.
—¿Y si acabara de comprar algo que no pudiera mojarse? Como una bomba que explotara al contacto con el agua.
—Yo no compro bombas.
—Podría haber un asesino entre la multitud refugiada bajo el porche.
—Los asesinos no sólo están bajo los porches. También existe el riesgo de que nos crucemos con uno cuando salimos a pasear juntos.
—Pero figúrese que resbala en la calle mojada.
—Si alguien va a resbalar eres tú, Tsukiko. Yo voy de excursión y me mantengo en forma.
Todos sus argumentos eran ciertos. Me quedé en silencio, con la vista fija en el suelo.
—Tsukiko —dijo el maestro al cabo de un rato—. Tú ganas. Me compraré un teléfono móvil.
—¿De veras? —exclamé.
—A los viejos nos puede pasar cualquier cosa en cualquier momento —admitió, acariciándome la cabeza.
—Usted no es viejo, maestro —objeté.
—Pero a cambio…
—¿Sí?
—A cambio, me gustaría que dejaras de llamarlo «móvil». Debes decir siempre «teléfono móvil». Es muy importante. No soporto que la gente se refiera a esos cacharros como «móviles».
Así fue como el maestro se compró un teléfono móvil. A veces le llamaba para que practicara, pero él nunca me llamaba desde el móvil.
—Maestro.
—Sí.
—Estoy en la taberna de Satoru.
—Sí.
Siempre me respondía con monosílabos. Era su forma habitual de hablar, pero en una conversación telefónica sonaba muy brusca.
—¿Va a venir?
—Sí.
—Me alegro.
—Lo mismo digo.
Había conseguido arrancarle una frase entera. Satoru sonreía con aire burlón.”

Retrato de la autora.
El cielo es azul, la tierra blanca —El maletín del maestro, en el original— es una historia fresca, de caminatas por Tokio, encuentros y diálogos entre personas solitarias, novela que se levanta contra las ropas gastadas y los convencionalismos, una grata sorpresa en tiempos de ferocidad.
Horacio Beascochea