
Imagen: Catalina Bartolomé
En “Las malas”, de Camila Sosa Villada, las travestis tienen alas, son feroces y tiernas, se convierten en lobizonas, protegen a un bebé abandonado y también son asesinadas.
La novela, editada en la colección Rara Avis que dirige Juan Forn es una ficción donde la autora plasmó parte de su realidad cuando se prostituía en el Parque Sarmiento, en Córdoba, mientras estudiaba Comunicación Social y hacía lo posible por mantener una doble vida.
El camino a casa de mis padres cruzando las sierras justo por su columna vertebral, la náusea, las continuas ganas de abandonarlo todo, el revoltijo de sentimientos, no terminar de entender si los amaba o si los odiaba, si me era posible seguir viviendo con aquella imposición de ellos, a cambio de su protección y su afecto, o si iba a terminar ahogándome en el rencor y el sufrimiento.
Persecuciones, marginación, pobreza e hipocresía atraviesan toda la obra que se convierte en una reivindicación y refugio de las diferencias bajo la figura de la Tía Encarna, que agrupa en su casa y en familia a todas las travestis. Si alguien quisiera hacer una lectura de nuestra patria, de esta patria por la que hemos jurado morir en cada himno cantado en los patios de la escuela, esta patria que se ha llevado vidas de jóvenes en sus guerras, esta patria que ha enterrado gente en campos de concentración, si alguien quisiera hacer un registro exacto de esa mierda, entonces debería ver el cuerpo de La Tía Encarna. Eso somos como país también, el daño sin tregua al cuerpo de las travestis. La huella dejada en determinados cuerpos, de manera injusta, azarosa y evitable, esa huella de odio, cuenta Camila, la narradora.
Novela sobre la prostitución y la noche, su contraste con el día, también sobre la identidad y sus tensiones, sobre los nombres impuestos y los elegidos. Somos los manija, los sobabultos, los chupavergas, los bombacha con olor a huevo, los travesaños, los trabucos, los calefones, los Osvaldo cuando mucho, los Raúles cuando menos, los sidosos, los enfermos, eso somos. El olvido de mi nombre por parte de La Tía Encarna era una muestra más de esa amnesia general a los nombres propios de las travestis, aunque ella lo adjudicara a los golpes recibidos en la cabeza. Yo le repetía una y otra vez, Camila, Camila, y ella sonreía y decía que era un nombre muy bonito, muy de mujer, aunque yo sabía lo que significaba mi nombre: la que ofrece sacrificios.
Una ejerce la prostitución así. El padre ha hecho lo que pide el mundo: le ha pedido de todas las maneras a su hijo maricón que no sea la futura travesti, la gran puta. Que no viva, que negocie con Dios y viva sin vivir, que sea otro, que sea su hijo pero de ninguna manera que sea eso que quiere ser: eso que quiere manifestarse. Pero cómo ocultar esa revelación. ¿Cómo puede una ocultar eso que se da a conocer desde el corazón de la piedra, eso que estuvo oculto toda la vida dentro de esa piedra, esa forma para ser vivida, no sólo manifestada? Esa realidad imposible de rastrear, de saber cuándo comenzó, cuándo se decidió que fuéramos prostitutas.
En algunos pasajes, la obra no da respiro y parece imposible escaparle al desánimo, la muerte o Los Hombres sin Cabeza, a un monstruo que se alimenta de travestis contra el que la protagonista y su grupo de amigas se oponen a diario. Tenés derecho a ser feliz, nos decía La Tía Encarna desde su sillón en el patio. La posibilidad de ser feliz también existe.
Y una forma de existir es a través del lenguaje. Todo puede ser tan hermoso, todo puede ser tan fértil, tan imprevisible, cuesta creer que sea obra de un dios. El lenguaje es mío. Es mi derecho, me corresponde una parte de él. Vino a mí, yo no lo busqué, por lo tanto, es mío. Me lo heredó mi madre, lo despilfarró mi padre. Voy a destruirlo, a enfermarlo, a confundirlo, a incomodarlo, voy a despedazarlo y a hacerlo renacer tantas veces como sean necesarias, un renacimiento por cada cosa bien hecha en este mundo.
Novela incómoda de la que no se sale indiferente y que deberíamos leer, donde cada día narrado es un triunfo, el triunfo de volver a casa habiendo sido invisibles y llegar limpias de agresiones. La transparencia, el camuflaje, la invisibilidad, el silencio visual eran nuestra pequeña felicidad de cada día. Los momentos de descanso, los que permitían continuar adelante a pesar de la orfandad , el lento homicidio cometido sobre las de nuestra especie, las zorras, las lobas, las pájaras, las brujas.
«Las malas» es una obra que denuncia y defiende una identidad. Somos como un atardecer sin lentes de sol, decía La Tía Encarna. Nuestro fulgor enceguece, ofusca a los que nos miran y los asusta, un relato que busca contrarrestar la muerte o los suicidios y anhelar un paraíso donde la bondad no sea mezquina, donde el cielo de las travestis sea hermoso como los paisajes deslumbrantes del recuerdo, un lugar donde pasar la eternidad sin aburrirse.
Horacio Beascochea