Transcurría el año 1911 y los periódicos locales suecos informaron sobre la muerte Oskar Johansson, dinamitero de veintitrés años que falleciera luego de un trágico accidente producido durante la voladura de un túnel.
La nota nunca se desmintió, pero Oskar sobrevivió, aunque quedó gravemente herido y con terribles secuelas siguió trabajando hasta su jubilación, para terminar sus días en un archipiélago, sueco.
Con distintas voces, Mankell reproduce en El hombre de la dinamita las duras condiciones de trabajo en la primera mitad del siglo XX y rescata el protagonismo de los olvidados, para repasar la historia no solo de Suecia, sino también de Europa y la Humanidad.
Anciano, solo y rodeado de silencio y recuerdos, Oskar y el narrador repasan su historia mediante golpes de remo. «El propio Oskar deforma su historia. Habla de fallos de memoria, de insignificancias, de desgana. Deslinda fragmentos de la historia y habla escuetamente tamborileando con el índice en el hule. Rara vez responde a las preguntas. No es que las evite, pero sus respuestas siempre son ambiguas y abiertas.
Su modo de evitar.
—Eso lo han descrito de forma excelente otras personas.
—Eso lo recuerdo fatal.
Pero no es posible que lo hayas olvidado.
Estamos sentados en el banco, delante de la sauna. Matamos moscas, echamos las redes, tomamos café, y a veces Oskar menciona algo de pasada. Yo oigo las palabras, relleno los huecos, aumento los márgenes.
Oskar Johansson, el dinamitero del cuerpo destrozado. Está ahí, y menciona de pasada alguna cosa acerca de no sé qué. Las frases se deslizan y se superponen entre sí. El reloj sigue sonando estridente e inexorable, y la distancia hasta la sauna es siempre la misma. Estamos en el bote de remos. La cantinela monótona de Oskar al contar los peces que sacamos. Los juegos de cartas, Radio Nord, frecuencias y tazas azules desportilladas. ¿Y el narrador? Oskar piensa que está tirando de las redes con demasiada lentitud», escribe Mankell para introducirnos en el relato.
Como suele hacerlo en otras obras, el escritor sueco reflexiona sobre el oficio de contar. «Las palabras clave. El relato. Perlas minúsculas de historia que juntas forman un rosario. Las anotaciones y los recuerdos. Oskar Johansson, que son dos. Un dinamitero real, que los veranos vivía en una sauna. Otro Oskar Johansson que se convierte en parte de un relato. Pero los dos murieron un día de un derrame cerebral. El relato es un intento de reconstruir lo que Oskar no dijo nunca en realidad. Un intento de describir las causas de los cambios que experimentó. Y para ello hay algunas palabras clave.
—Yo jugaba a los mismos juegos que los demás.
—Naturalmente, seguí trabajando de dinamitero en cuanto me curé.
—Uno siempre ha sido un trabajador.
—Han cambiado muchas cosas, sí, pero no para nosotros».
Al igual que su padre, Oskar ha trabajado toda su vida: vigilante de la esclusa, albañil, limpiador o dinamitero, reproduce las duras condiciones de trabajo a las que eran sometidos. «Eso era lo que conocíamos. Y no había nada esperanzador en el horizonte. Allí estaban las casuchas en las que nos hacinábamos y nos moríamos de frío los trabajadores. Y los grandes pisos y los bloques de piedra del centro. Y también los chalets con sus jardines. Sin embargo, todo aquello me resultaba tan ajeno que apenas había reflexionado al respecto hasta después del accidente, cuando empecé a pensar así, en general», cuenta Oskar, que nunca esperó nada, en un ambiente de pobreza.
«Sostiene una y otra vez que él nunca ha tenido nada de extraordinario, pero no explica a qué se refiere con extraordinario. Dice que es uno más. Solo eso. Dinamitero y familia. Importante para la familia, pero para nada y para nadie más. No se siente partícipe de los cambios. Se han producido y le han influido. Pero él no los ha creado. El obrero es un ciudadano en la sociedad, pero son otras las fuerzas que operan y provocan cambios. Esa es la esencia del discurso de Oskar acerca de su condición de no ser extraordinario. Y en ese punto es donde pensamos diferente», interpela Mankell, para detallar el avance de los derechos laborales: «Así vivía Oskar. Así vivía Elly. Y su hermana. Los dinamiteros. Todos los demás. Pero los partidos de los trabajadores crecieron. El derecho al voto, la vivienda, el horario laboral, el salario. Los nervios de ese cuerpo vivo que era la sociedad empezaron a moverse».
Y en ese movimiento, Oskar comenzó a creer en los cambios de la mano de Magnus Nilsson. «Las cosas pueden cambiar. Por supuesto que pueden cambiar. Tal y como está ahora la situación no está bien, es injusta. Y la inquietud crea necesidades. Cuando Oskar deja a los capataces de las minas se va a casa, pero, al mismo tiempo, se dirige a otra forma de ver la realidad».
Mientras Mankell repasa la vida de Oskar y el surgimiento de su conciencia de clase, reflexiona sobre la literatura, en un doble juego que se repite en toda la obra. «El relato es superficial. Es tan parco en palabras como Oskar. Tiene grietas y espacios en blanco. Pero en la superficie hay poros. Empieza a volverse hacia dentro lentamente, y se abre. Detrás de la superficie se encuentra la historia. La historia de los cambios».
Y en esos cambios, Oskar se desilusiona del partido socialdemócrata para acercarse al socialismo. «¿En qué lugar de la pirámide estaríamos nosotros?. Abajo, naturalmente», responde su esposa Elvira.
Elvira es la compañera y el amor de su vida. «Incluso si nos parábamos delante de una floristería, conocía el nombre de todas las plantas, y sabía de dónde venían. Pero lo mejor era que también sabía describir el perfume de las flores. Y luego, cuando yo acercaba la nariz y aspiraba el olor, resultaba que era como ella lo había descrito. A mí me parece fantástico poder describir un olor con palabras. Y ella era capaz de hacerlo», recuerda Oskar y destaca sus vínculos familiares: « Yo creo que eso, a cierta edad, es importante. Sentirse bienvenido allí donde uno vive.»
En las postrimerías de su vida, el viejo dinamitero reflexiona sobre lo que no fue: « —Lo que estaba bien por aquel entonces, y aún sigue siendo así, es que el socialismo combate la soledad. Íbamos caminando hacia la izquierda y a cada paso era más numerosa la muchedumbre de manifestantes. Así fue como conocí a Elvira. Ahora, en cambio, veo en los periódicos a la gente arrodillada suplicando compañía. Y eso que en este país se supone que tenemos un Gobierno socialista. Esos anuncios son terribles. La gente está muy sola. Hablan de si su situación económica es buena o mala, hombres o mujeres, hablan de lo que les interesa y se arrastran suplicando compañía. ¿Qué demonios ha sido del socialismo? Entonces estábamos unidos. Pensábamos en cambiar las cosas para todos. Era casi como una competición sin competencia. Todos querían dar algo al que caminaba a su lado, aunque apenas lo conociera, eso nunca tuvo importancia. Entonces nos alegrábamos cuando venía alguien nuevo, alguien a quien no habíamos visto antes. Ahora, en cambio, la gente se enfada si llega un desconocido. ¿Qué demonios hace aquí? ¿Será una amenaza para mi situación?… Si yo fuera joven, habría hecho lo mismo. Por lo menos, habría creído en lo mismo. El socialismo no es nada extraordinario. Es algo natural, una vez que uno comprende cómo funcionan las cosas. Y entonces, todo lo demás resulta erróneo y extraño. ¿Cabe imaginar algo más ilógico y menos razonable que el capitalismo? Yo no me lo imagino.
»El socialismo no es nada extraordinario. Y yo tampoco lo soy. Así que encajamos bien el uno con el otro. Elvira decía a veces que, en su opinión, ella y yo también encajábamos. Y luego se echaba a reír, claro. Ella reía siempre».

Imagen de David Mark en Pixabay. Atardecer en Suecia
Oskar envejece en un archipiélago, soñando con su revolución. «Antes la sociedad trataba mal a los ancianos, ahora los tratan mal la sociedad y también sus familiares. Hacerse viejo es feo, pero el hombre ha envejecido en todas las épocas… todo se ha torcido. Se ha torcido por completo. No se puede arreglar. La juventud se ha dado cuenta, así que estoy tranquilo, porque tarde o temprano ellos van a traer el socialismo. O quizá venga de fuera. Eso ya lo sabemos, que el resto del mundo nos obligará a introducir cambios aquí también. Es inevitable. Cada vez que estalla una revolución en alguna parte, me alegro muchísimo. Entonces me tumbo en la cama y sueño que yo también estoy con ellos. Y en cierto modo, así es».
Horacio Beascochea