En El viento que arrasa, de Selva Almada, el reverendo Pearson, junto a su hija Leni, recorren el país difundiendo la palabra de Dios, hasta que su auto dice basta y quedan varados en medio de la nada. Por suerte para ellos, son asistidos por el Gringo Brauer, quien vive con su hijo Tapioca.
Allí comienza una novela donde el viento lo cubre todo y una atmósfera agobiante esconde secretos que se irán develando con la lectura.
Ambientada en lo profundo del Chaco, la vida parece detenerse en el taller del Gringo y da paso a charlas entre los protagonistas, obligados a convivir hasta lograr reparar el vehículo, que le permitirá al reverendo continuar con su tarea evangelizadora.
Y aquí surge una de las primeras diferencias entre Bauer y Pearson. Mientras que para el Gringo el bien y el mal «era cosa de todos los días y de este mundo, cosas concretas a las que uno podía poner el cuerpo», la religión «era cosa de mujeres y de débiles… una manera de desentenderse de las responsabilidades. Escudarse en Dios, quedarse esperando que a uno lo rescaten, o echarle la culpa al diablo por las cosas malas que uno era capaz de hacer», para el reverendo su misión en la tierra era la de «fregar los espíritus mugrientos, volverlos prístinos y llenarlos con la palabra de Dios».
A medida que se demora la reparación del coche, el conflicto crece en tensión, agravado por el interés de Tapioca en Dios. «Le había inculcado a Tapioca el respeto por la naturaleza. Sí creía en las fuerzas naturales. Pero nunca le había hablado de dios. No le pareció necesario hablarle de algo que no estaba dentro de su campo de interés. Dos por tres se internaban en el monte y observaban su comportamiento. El monte como una gran entidad bullente de vida. Un hombre podía aprender todo lo necesario solamente observando la naturaleza. Ahí, en el monte, estaba todo escribiéndose continuamente como en un libro de inagotable sabiduría. El misterio y su revelación. Todo, si uno aprendía a escuchar y ver lo que la naturaleza tenía para decir y mostrar. Pasaban horas, quietos debajo de los árboles, desentrañando sonidos, ejercitando un oído de tísico que fuera capaz de distinguir el paso de una lagartija sobre una corteza del de un gusano sobre una hoja… Ahora pensaba que tal vez debería haberle advertido acerca de los cuentos de la biblia. Encontrarle su explicación natural a la luz mala había sido fácil. Pero sacarle de la cabeza aquello de Dios, no iba a ser una tarea simple».
Tanto el Gringo como el Reverendo no tienen vínculos sólidos con sus hijos. Los jóvenes están resignados a convivir con sus padres y serán testigos bajo un clima irrespirable y lluvioso de las discusiones y golpes con que los hombres dirimirán sus diferencias. «Ella se cruzó de brazos, muda, y observó el devenir de la lucha. Como quien asiste a la pelea preliminar, sin interés, sin derrochar energías en un espectáculo mediocre, guardándose el fervor para cuando suban al cuadrilátero los auténticos campeones. Sin embargo, en algún momento, empezó a llorar. Solo lágrimas, sin sonido alguno. Agua cayendo de sus ojos como agua caía del cielo. Lluvia perdida entre la lluvia».
Lluvia perdida entre la lluvia, un viento que arrasa con todo y un desenlace para esta historia. «La tormenta debía estar ahora sobre Tostado o más lejos tal vez, más al sur, más rápido de lo que cualquier auto moderno podría llegar. Probablemente había llegado con menos fuerza también. Como si se hubiese ido gastando con la distancia recorrida. Al día siguiente, en la radio no hablarían de otra cosa. Voladura de ranchos, destrozos en los sembrados, animales muertos, víctimas humanas también, seguro. Siempre moría alguien porque se caía algún poste de luz, se cortaban cables, siempre había algún cristiano que estaba en el lugar equivocado en el momento menos indicado. Y más al norte, habría desbordado algún río, habría inundaciones. Siempre era así por acá. Primero el castigo de la sequía, después el castigo de la lluvia. Como si esta tierra no dejara de mandarse macanas y debiera ser castigada todo el tiempo. Nunca le aflojaban la cincha».
Sequía, desamparo y abandono. Selva Almada bucea en las relaciones humanas donde el amor y el desamor son caras de la misma moneda y la soledad es un paraje habitado por personas.
Horacio Beascochea